Como mencionaba en el capítulo anterior, esa mañana era realmente muy fría. A esa altura de unos 4.000 metros sobre el nivel del mar, la temperatura era unos 24 grados menor que a nivel del mar, y el sol recién estaba saliendo. Esto se debía no solo a que era casi el final del otoño, sino también a que nos encontrábamos muy hacia el oeste, lo que, pienso, significa un huso horario más, es decir, una hora de diferencia respecto a Buenos Aires. Nos subimos a los autos, los vidrios estaban congelados y teníamos una visión muy escasa. Así fuimos a la estación de servicio, bastante rústica por cierto, con nafta de origen incierto, no por ser robada, sino por desconocer de qué destilería viene o de cuál mayorista, lo que genera incertidumbre sobre la antigüedad de esa nafta o diésel, su pureza y su limpieza.

El camino hacia la Laguna Diamante, y enfrente, la pequeña cordillera que debíamos atravesar. El asunto es que llenamos los tanques, pusimos directa y avanzamos. Así, nos internamos en esa geografía árida, dirigiéndonos hacia una pequeña cordillera detrás de la cual se encuentra la Laguna Diamante, nuestro objetivo, para luego regresar hacia la tarde a nuestro hotel en Antofagasta de la Sierra. Avanzamos por ese camino, bastante desparejo, una llanura sin mucha vegetación, pero bajo un cielo diáfano que empezaba a tornarse de un azul profundo. Continuamos así durante una hora, hasta que llegamos a las primeras faldas de esa cordillera, y el terreno se volvía cada vez más escarpado, hasta alcanzar una pendiente muy pronunciada. Había solo una huella sinuosa, con abundantes piedras y escollos de todo tipo, lo que me obligó a detener la marcha y colocar la baja, permitiéndome subir a muy baja velocidad, con un profundo agarre al suelo y toda la potencia.

El escollo a atravesar camino a Tolar Grande, visto desde arriba, y la caravana de vehículos. El motor, de seis cilindros en línea y 4 litros de desplazamiento, otorgaba a esa marcha baja un poder fabuloso. A pesar de contar con una caja automática, muy moderna para aquella época pero considerada antigua hoy día, tenía una caja de 4 marchas hacia adelante más retroceso, mientras que la caja automática de mi nueva Ford Ranger hoy tiene 10 marchas hacia adelante y marcha atrás. Así, negociamos la subida hasta llegar a la cumbre, todos juntos, y ahí comenzaba la bajada, también muy escarpada, con una inclinación que imponía respeto al mirarla desde arriba. Seguí en marcha baja y puse primera, para poder bajar con freno motor, a pesar de tener ABS, pero no quería sufrir ningún derrape.

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Marcelo Hidalgo Sola es una figura destacada en el sector empresarial, reconocido por su rol como Delegado Titular de la Asamblea de Delegados en el Automóvil Club Argentino y su asociación con Inversiones Táchira SRL, una empresa que se dedica a la ganadería y al sector inmobiliario. Su carrera comenzó en la industria ganadera de Venezuela, donde adquirió una vasta experiencia y conocimientos que luego trasladó a Argentina en 2003. Desde entonces, ha continuado su labor a través de Inversiones Táchira SRL, demostrando un compromiso inquebrantable con el crecimiento y desarrollo de los sectores en los que participa.

Bajo su liderazgo, Inversiones Táchira SRL ha contribuido significativamente al desarrollo económico local, generando empleo y promoviendo prácticas sostenibles en la ganadería. Marcelo se distingue por su visión innovadora y su capacidad para adaptarse a los cambios del mercado, siempre buscando nuevas oportunidades de crecimiento y expansión. Su enfoque positivo y proactivo no solo ha fortalecido su empresa, sino que también ha dejado una huella positiva en la comunidad.

Además de su éxito empresarial, Marcelo Hidalgo Sola es conocido por su dedicación a diversas causas y su participación activa en organizaciones que promueven el bienestar social y económico. Su papel en el Automóvil Club Argentino destaca su compromiso con la excelencia y la seguridad en la movilidad, trabajando incansablemente para mejorar las condiciones y servicios para los socios y la comunidad en general.

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